Comentario
La terrible epidemia de peste que asoló la ciudad durante el año 1649 constituyó un duro golpe para la sociedad sevillana, al provocar un alto índice de mortandad que en muchos casos supuso casi el total despoblamiento de algunos barrios de la ciudad. Sin embargo, y por paradójico que pueda parecer, la producción artística casi no se va a resentir, surgiendo a lo largo de la segunda mitad del siglo una serie de maestros que insuflarán nuevos aires a la escuela y plasmarán en sus obras la estética del pleno barroco.
Paulatinamente, los esquemas de sabor clasicista que habían estado vigentes durante la primera parte del siglo serán sustituidos por otros en los que el movimiento pasa a ser el distintivo principal, acompañado por una intensificación de la expresividad de los rostros, lográndose así un mayor contacto con la sensibilidad del espectador. La mayoría de los artistas activos en la ciudad son jóvenes ansiosos de obtener éxito y serán ellos los encargados de dar vida a la producción artística de la segunda mitad del Seiscientos. Sobresalen en el campo del retablo Francisco Dionisio de Ribas, Bernardo Simón de Pineda y Cristóbal de Guadix, mientras que en el de la escultura destacan José de Arce, Pedro Roldán, Luisa Roldán y Francisco Antonio Gijón.
Francisco Dionisio de Ribas (1616-1679) hermano de Felipe de Ribas y como él nacido en Córdoba, es el encargado de proseguir la labor del taller familiar y, consecuentemente, será él quien se ocupe de terminar obras como el retablo de la parroquia sevillana de San Pedro, que su hermano dejó inconcluso al morir; en tales casos, el sometimiento al lenguaje formal de Felipe es absoluto. Pero cuando se enfrenta a encargos personales, se nos presenta como un maestro más innovador, encajado en su tiempo, capaz de establecer una serie de pautas en la composición de los retablos, que serán las que se mantengan vigentes en la escuela sevillana hasta fines de la centuria.
A él se debe la generalización del uso del soporte salomónico, en máquinas que se conciben con un orden colosal rematado por ático y con registros laterales para esculturas; sirvan de ejemplo el retablo de la Capilla de los Jácomes en la catedral (1658), el de la desaparecida Capilla de los Vizcaínos, que hoy vemos recompuesto en la iglesia del Sagrario y el mayor de la iglesia de los Terceros (1675), todos en Sevilla; sus obras se extenderán también por otros lugares del arzobispado, conservándose los retablos que hiciera para la Merced de Jerez de la Frontera, y las parroquias de Castiblanco de los Arroyos y Villamartín, este último con imaginería realizada en el taller del maestro Pedro Roldán.
Cuando se enfrenta a la ejecución de una figura, Francisco D. de Ribas mantiene el tipo creado por su hermano, si bien imprimiendo a las formas mayor dinamismo, como puede apreciarse en dos bellas esculturas salidas de su mano: el Niño Jesús de San Juan de la Palma y el Arcángel San Miguel de la iglesia de San Antonio Abad, ambas en Sevilla. La primera de estas imágenes nos ofrece la versión barroca del tema, presentando la imagen con movida actitud y, a diferencia de modelos anteriores, ataviada con túnica de talla cubierta por rico estofado con aplicaciones de piedras semipreciosas realizado por otro de los hermanos, el pintor Gaspar de Ribas. Respecto a la imagen del Arcángel, fue en su día titular del retablo mayor de la desaparecida iglesia de San Miguel, contratado con el propio maestro en 1675; luce ropas militares, capa sujeta por fíbula y cabellera al viento, llevando postizos el escudo, la espada y el casco empenachado.
Bernardo Simón de Pineda representa lo teatral y efectista; su biografía presenta, lagunas, aunque se sabe de su nacimiento en Antequera y que al empezar la década de los sesenta ya está en Sevilla. Los aportes barrocos, que los maestros anteriores a él han ido incorporando a la producción artística de esos años, se reúnen y condensan en su obra dando lugar a un estilo de pleno barroco, materializado en retablos de gran complejidad espacial, concebidos a veces como escenarios en los que actúan y se mueven las figuras; le atrae romper los planos, destacar y quebrar las cornisas, acompañándolo todo por una profusa ornamentación que parece remitir a los gustos de la escuela antequerana.
El retablo del Hospital de la Misericordia, que tallara hacia 1668, es todavía una máquina ponderada, en la que las columnas salomónicas de orden colosal destacan por encima de los demás componentes y dotan a toda la estructura de un marcado acento vertical; sin embargo, en el pequeño retablo hornacina dedicado a Santa Ana, que talla por esos mismos años para la iglesia de Santa Cruz de Sevilla, muestra ya un modo de hacer más decidido, al recurrir a las lineas quebradas y a la alternancia de planos, con la consiguiente ruptura de la cornisa, todo ello adobado por el empleo de una profusa decoración que pone de manifiesto su dominio de las gubias. Cualquiera de estas piezas puede ser considerada como una buena muestra de su estética.
Pero donde el maestro alcanza categoría de genio es en el fastuoso retablo mayor del Hospital de la Caridad (1670), destinado a albergar el grupo escultórico del Entierro de Cristo, obra de Pedro Roldán. La sustitución de la calle central por un baldaquino exento sobre columnas de riquísimo fuste, altera el espacio normal del retablo hasta convertirlo en un auténtico escenario teatral en el que se desarrolla la impresionante ceremonia fúnebre que cierra el programa iconográfico desarrollado en el interior del templo. La fuerza persuasiva de la imagen, tan querida a la cultura barroca, alcanza aquí su máxima expresión. Los esquemas ideados por Francisco D. de Ribas y por Bernardo Simón de Pineda van a servir de modelo a otros muchos artífices, pues no surgirá ninguna otra figura con la suficiente fuerza creadora como para introducir cambios sustanciales en este campo. Sólo los motivos ornamentales permitirán apreciar rasgos más o menos individuales en las piezas que cierran la centuria. De entre los artistas que laboran en esta etapa hay que destacar la presencia del cordobés Cristóbal de Guadix.
Cristóbal de Guadix, nacido en Montilla en 1650, es el artista que cierra el siglo, siendo lo más personalizado de su estilo la decoración, ya que mantiene en sus obras los esquemas comentados, trazando retablos de cuerpo único coronado por ático y empleando columnas salomónicas para dividir los espacios; sirvan de ejemplo los retablos mayores de la iglesia sevillana de San Vicente y del convento de Santa María de Jesús, ambos de 1690. En estas obras pueden apreciarse dos de sus rasgos más característicos, a saber, el empleo de rosas como elemento ornamental, y sobre todo el uso de un tipo de capitel muy característico, ya que presenta la peculiaridad de tener los caulículos hacia arriba.